martes, junio 13, 2017

Jerusalem.


Ya acabé de leer Jerusalem. Han sido un montón de meses en los que lo he aparcado para leer otras cosas, pero en los que nunca me lo he quitado de la cabeza. Me da un poco de vergüenza, porque me ha impresionado mucho y no quiero ser fanático, pero joder qué maravilla.
Tampoco ha sido una sorpresa. A cualquiera que le digan que Moore va a escribir una novela de 2000 páginas ya sabe que tiene que abrocharse el cinturón de seguridad, y la verdad es que me ha parecido una novela bastante clásica a pesar de su ritmo lujoso y eterno. Moore hace como siempre aquello de abrir el plano para que salgan en la foto desde lo más microscópico hasta los dos extremos del Cosmos y del tiempo, ambas cosas tratándose de tú, como si los lacasitos y la Vía Láctea fuesen dos apóstoles cuchicheando en la Santa Cena. Y además siempre se las apaña para que las cosas se vean nítidas y desnudas desde el extremo opuesto del espectro. Y esta anchura de mente no afecta sólo al paisaje de la novela, sino también a sus referencias explícitas e implícitas, que abarcan desde Joyce hasta Lady Di, de The Wire a Chaplin, de la catedral de San Pablo al bar más mugroso del pueblo. Moore se retrata a sí mismo visitando el kiosko y llevándose el New Scientist y el Private Eye, comprando papel Rizla, perfumándose con bombas de baño del Lush, firmando autógrafos a los chavales por la calle o puteando cariñosamente a sus amigos del colegio. Es un poco aquello tan repelente que hizo Machado de autoretratarse en plan cómo molo, pero Moore se redime en el acto, porque despliega un gigantesco acto de amor por sus paisanos y su pueblo, no como Machado, que amaba Soria pero detestaba a los sorianos. Embriagarse con el paisaje y detestar a los sorianos está al alcande de cualquiera, pero amarlos a todos sin excepción y, aún digo más, penetrar Soria al 100%, desde el Big Bang al Big Crunch, sólo está al alcande una persona tan excepcional como Alan Moore.
Esta emotividad con la que me he encontrado sí que ha sido una sorpresa. No sé si habré leído yo cosas de tanta humanidad y tanta nobleza. A partir de ahora, cuando tenga que recurrir a una referencia para el arcano del abuelito amoroso me vendrá a la cabeza la imagen de Alan Moore apartándose la pelambrera de la cara con las garras.
La novela va un poco de tirar una foto de familia en el pueblo pero procurando que salgan todos. Y no sólo se trata de que salgan todos, sino que tienen que salir guapos. Pero guapos porque uno los ve guapos, no vale hacerles photoshop. Porque Alan parece un cascarrabias y un soberbio, pero luego resulta que los quiere y no se le ocurre otra cosa que poner su inmenso talento durante diez años al servicio de decirles que los quiere. Y ya que se pone y despliega una carpa de dimensiones cósmicas y tiene a todo el mundo reunido, no se conforma con decir os quiero y se larga, claro, sino que aprovecha para regalarles la fantasía más amorosa, misericordiosa y trascendente que sea capaz de concebir. Les demuestra un poco de cariño, les explica el mundo, tanto el tangible como el intangible, y niega la existencia de la muerte.
Comprendo que todo esto es tan ambicioso que resulta un poco repelente, pero qué culpa tiene Moore si él se maneja con lo divino como un funcionario con el interfaz del software del Inem.
Es curioso que con toda esta multitud de personajes vivos y muertos todos danzando por las calles de Northampton Moore sólo juzgue a dos: a Salomon, al que llama idiota cósmico, y a Isaac Newton, al que señala como el hijo de puta que inventó la estafa de la especulación financiera. Ambas cosas me enamoran bastante y me gustaría averiguar si alguna vez Moore se ha extendido más en estas cuestiones. Para todos los demás, incluidos demonios y terroristas, sólo tiene comprensión y misericordia. Y por supuesto lo que más me enamora es que señale a la ciudad de Jerusalén como el lugar repugnante que es, como el corazón mismo del fuego que nos ha de destruir a todos y arrasar de la faz del tiempo toda huella de belleza.
Porque ya os digo que Moore piensa lo mismo que yo, que todo se está yendo a la mierda. Pero a la mierda para siempre y sin dejar rastro. Aunque ni que decir tiene que él lo piensa y lo expliqua de manera mucho más sólida que yo, que cuando lo digo os reís de mí.
La capacidad de Moore para comprender el cosmos observando su barrio es una cosa muy conveniente para cualquier interesado en tener una vida provechosa y saludable. Para empezar tiene uno que leerse tanto el New Scientist como el Private Eye, de manera que aunque le huela los bigotes al Apocalipsis a la vuelta de la esquina eso no le va a arruinar el momento, porque él se limpia el culo con la explicación cuántica del mundo. Él es más relativista y opina de que el tiempo está desplegado y nuestra vida escrita y que el libre albedrío es una fantasía y que todo ello es maravilloso y también triste y hermoso y serio y divertido y emocionante lo primero de todo.

No hay comentarios: