martes, junio 13, 2017

Viva la calor.

A mí el calor me gusta.
Cuando era niño pasaba todas las vacaciones y todos los fines de semana en el pueblo. No me gustaba, pero no me quedaba más remedio. Para mí no había momento mejor del año que cuando a mi padre se le terminaban las vacaciones de verano y volvíamos a Granada y aquel aire denso y calentorro del verano te quemaba los pulmones. Yo me asomaba a la ventana abierta de par en par y respiraba hondo sintiendo el murmullo de la ciudad, que era enemiga del pueblo. La ciudad era el paraíso, el futuro y la salvación. Soñaba con ser mayor y no salir nunca de la ciudad.
Pronto llegaba el siguiente fin de semana y tocaba ir al pueblo de nuevo. Mi padre adoraba el pueblo y sólo quería estar en su pueblo como el Conde Drácula. Yo odiaba a aquel pueblo asqueroso y no dejaba pasar una oportunidad de dejarlo claro. Solía preguntar a menudo si íbamos a ir al pueblo. Ya veremos, decía siempre mi padre sorbiendo la sopa. Lo sabía perfectamente el cabrón, pero era un sádico y le gustaba martirizarnos así. ¿Cuándo nos vamos al pueblo? Ya veremos. Este fin de semana vamos al pueblo, ¿no? Ya veremos. Algunas veces libraba el lunes por alguna razón, y yo sin saberlo estaba el domingo después de comer esperando a que se levantase de la siesta para subirme al coche y volver a la ciudad y entonces lo veía que se vestía con las ropas viejas de ir a trabajar al huerto y yo preguntaba, ¿pero es que no nos vamos? No. ¿Nos vamos mañana entonces? Ya veremos.
Pero tarde o trempano volvíamos a la ciudad, claro. Y entonces era el momento de la venganza. Se pasaba la noche dando tumbos por la casa, porque el calor no lo dejaba dormir. Arrastraba un viejo colchón de gomaespuma forrado de tela marrón por toda la casa. Se salía al balcón, se bajaba a la cochera. Tiraba el colchón al suelo en la entrada y lo intentaba allí también, pero no podía dormir. Era verano y todas las puertas de la casa estaban de par en par igual que las ventanas, aunque el aire no se movía ni chispa. Yo me revolcaba en mi cama, inmune al calor, que era mi amigo, y escuchaba perfectamente el martirio de mi padre. Era como un animal que no entiende de dónde procede ese sufrimiento que se ensaña con él. Cómo gozaba yo de aquel sufrimiento de mi padre. Era mi pequeña venganza. Mi padre era un idiota que sólo podía dormir en su pueblo, como el Conde Drácula. Nunca se le ocurrió llevarse a la ciudad un ataúd lleno de aquella tierra asquerosa, yerma y llena de piedras del pueblo. Mira que le encantaba llevar y traer chatarra del pueblo en la baca del coche, que íbamos siempre como los moros que trasponen a Algeciras a coger el ferry con los coches cargados con el doble de su volumen sobre el techo, pero no se le pasó por la cabeza traerse a la ciudad un puñado de tierra de su pueblo. Si en lugar de aquel colchón de espuma hubiese arrastrado por la casa un ataúd lleno de tierra habría dormido como un dragón en lo alto de un tesoro.
La otra noche estaba en el parque Tierno Galván tirado en la hierba. Vallecas, las vías del tren y la Costa Marrón a lo lejos se desplegaban como el escenario de un teatro romano. El ruido de la ciudad no era un murmullo, sino un ruido escandaloso. De repente, unos aspersores robóticos que habían permanecido invisibles hasta el momento se encendieron. Me desnudé del todo y me di un baño. Me senté a secarme envuelto en una toalla y me di cuenta de que ya está aquí el verano. Volví a casa andando, acompañado de mis amigos. A pesar de que la ciudad se ha convertido en un lugar monstruoso hecho a medida para los coches conseguí disfrutar del paseo y celebré con alegría el momento en que llegué a mi barrio y pisé un suelo algo más transitable. Ese día habían abierto las piscinas comunitarias, y se notaba en los paseantes una efervescencia, cierta excitación sensual. Pasó un chico chupando un calipo de fresa. Pasó una familia con dos niñas que eran todos iguales como muñecas rusas, chupando también unos polos. Pasaron un montón de familias y se apartaban un poco para dejarnos pasar porque nosotros íbamos demasiado relajados, como si estuviésemos en nuestra casa, y por la calle no se puede ir demasiado relajado porque la gente se asusta. Por la calle hay que guardar cierta compostura. En una ventana de mi calle una mujer se asomaba con cierta desesperación, igual que mi padre. Yo me quedé mirando y ella empezó a musitar y gesticular en silencio como una loca.
En algún momento de la noche me acordé de que mi padre cagaba con la puerta del baño abierta para no gastar luz. Aquellos ruidos que salían del baño tenían la misma textura que los que hacía en las noches de verano en que no podía dormir. Me pareció una imagen poderosa. Un buen cabo del que tirar para escribir algo interesante.
Viva el verano. Os jodéis.

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